Los agentes cavaron en la arena y hallaron cinco motores usados por mineros ilegales que huyeron tres meses atrás, cuando un gigantesco operativo militar en esta zona de la Amazonía peruana permitió al gobierno controlar por primera vez la mina de oro ilegal más rica de Sudamérica. Tras colocar dinamita en las máquinas, las explosiones sucesivas levantaron una gigantesca cabellera de humo que se disolvió en las nubes.
Destrozar estos motores que provocaron deforestación minera en este desierto de 160 kilómetros cuadrados es una de las peculiares tareas cotidianas de los guardianes de la primera base de las fuerzas combinadas que Perú ha instalado de forma permanente en la codiciada zona para protegerla.
En febrero pasado, el presidente Martín Vizcarra ordenó desalojar a unas 25 mil personas que buscaban oro de manera ilegal y, a diferencia de operaciones militares previas que fracasaron, el mandatario exigió edificar un cuartel en el epicentro de la mina para patrullar el desierto y desalentar el retorno ocasional de los delincuentes que a hurtadillas y en pequeños grupos aún ingresan por las noches para desenterrar sus motores y seguir extrayendo oro. Desde hace casi tres meses, los agentes han reventado casi 100 de estas máquinas que, conectadas a mangueras gruesas, absorben la tierra acuosa de la que luego se extrae el oro en forma de partículas tan finas como granos de arena.
Los agentes también suele cortar con machetes las extensas tuberías que los buscadores usan para su labor. Más tarde, cuando retornan a su base, cruzan con frecuencia terrenos llenos de cráteres y observan decenas de lagunas de aguas color turquesa y chocolate contaminadas con mercurio. Recorren campamentos fantasmas con centenares de tiendas abandonadas e incluso se detienen a observar la tumba de un minero adornada con botellas de licor y rosas rojas artificiales.
“La Pampa” --como los mineros llaman a esta extensa zona que rodea a una reserva nacional con uno de los mayores índices de diversidad biológica-- no existe en los mapas estatales, pero de allí se extraían 25 toneladas de oro por año, de acuerdo a cifras oficiales. Era una producción extraordinaria de metal dorado, incluso mayor a la de la mina formal más rica de Sudamérica, que está en los Andes norteños de Perú.
Tras la orden presidencial, los policías y soldados instalaron sus tiendas de rafia en un área donde funcionaban hostales, bares y prostíbulos. La base está rodeada por dos grandes lagunas contaminadas de mercurio, pero también de campos llenos de desperdicios que dejaron los mineros. Abundan incontables cantidades de pulgas de arena (tunga penetrans) que caminan por todos lados buscando incrustarse bajo la piel de los pies de los agentes.
El agua embotellada es el recurso más valioso. Además de beberla, la usan para cocinar y lavarse los dientes. En cambio, la lluvia que juntan en cuencos de caucho les sirve para bañarse y lavar la ropa. “El daño a la naturaleza aquí es tan terrible que toda el agua está envenenada”, dice el mayor Gustavo Cerdeña, jefe del grupo de policías, mientras come un plato de espaguetis y observa el solitario paisaje amazónico de los alrededores donde aún quedan algunos árboles muertos.
“Esto estaba lleno de gente, era como Gomorra antes de que llueva fuego”, añade el mayor, quien fue enviado meses atrás como infiltrado para reunir datos concretos para el gigantesco desalojo de febrero. Con un carnet de identidad falsa, asumió el papel de comprador de oro y entró en la zona dominada por un grupo criminal que cobraba por dar seguridad pero que también mataba, incineraba y enterraba a cualquier sospechoso.
“Ahora todo es más tranquilo”, agrega al acabar su almuerzo mientras se dirige a echar un poco de agua de su botella a un papayo que había sembrado en un recipiente de plástico.
Cuando cae la tarde, mientras varios juegan al fútbol o a los naipes, el enfermero policial coge una aguja hipodérmica y extrae con paciencia las pulgas de arena de las plantas de los pies de los agentes afectados. Innumerables parásitos han sobrevivido a las fumigaciones y salen de sus escondites cuando el sol se oculta al igual que un puñado de perros y gatos vagabundos que los mineros abandonaron y se alimentan de despojos que les arrojan sus nuevos amos en el desierto amazónico.
La fiebre de oro en “La Pampa” comenzó en 2008 y atrajo a decenas de miles de desempleados. El mismo fenómeno se ha extendido por más de 2.300 sitios de la Amazonía de Sudamérica, desde el estado de Bolívar en Venezuela hasta los bosques de Bolivia, pasando por Ecuador, Colombia y Brasil. El alto precio internacional del oro empujó a la destrucción entre 2000 y 2015 de unos 238.000 kilómetros cuadrados de bosques tropicales, más de cinco veces el tamaño de Suiza, según datos de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada -- un grupo de organizaciones ambientalistas que analizaron datos de nueve países amazónicos.
Además de deforestar áreas biodiversas, territorios de comunidades indígenas y humedales de importancia internacional, la minería ilegal ha arrojado mercurio en los bosques y las fuentes de agua. Según un reporte de 2017 del programa del Medio Ambiente para Naciones Unidas, en Sudamérica se vierten alrededor de 680 toneladas anuales del elemento tóxico que se usa para separar las impurezas del metal dorado pero que afecta al sistema nervioso central y periférico.
En 2018 la justicia estadounidense confirmó que, al menos desde 2012 a 2015, importantes cargamentos de oro peruano llegaron a Miami comprados por una subsidiaria de la refinería Elemetal, con sede en Dallas. Tres empleados fueron condenados a entre seis y siete años de cárcel por conspirar para lavar dinero por 3.600 millones de dólares. Una investigación de la DEA en Perú, que fue usada en el juicio, aseguró que los narcos lavaban su dinero usando la minería ilegal.
Los expertos afirman que el desafío lanzado por el gobierno peruano es insuficiente, pero válido en momentos que Naciones Unidas difundió a inicios de mayo el más contundente informe de su historia donde señala que alrededor de un millón de especies de animales y plantas están en peligro de extinción, mientras destaca la pérdida de ecosistemas intactos en la Amazonía.
Ernesto Ráez, profesor de biología en la Universidad jesuita Antonio Ruíz de Montoya, dice que Perú además de perseguir a los grandes compradores de oro y a otros focos de minería ilegal en el resto de los bosques tropicales, debe iniciar un proceso de reforestación que debe durar cientos de años de forma ininterrumpida. “Va a llevar más de la vida de una persona volver a ver un bosque comparable al que fue destruido, pero vale la pena”, dijo.
0 comments:
Publicar un comentario