Guatemala es el país de los 22 homicidios por cada 100.000 habitantes, el de la mitad de la población por debajo del umbral de la pobreza y el de los hospitales desbordados. Desde el viernes pasado también es de facto un “tercer país seguro”, un contenedor de solicitantes de asilo devueltos desde EE UU. El acuerdo entre los Gobiernos de Jimmy Morales y Donald Trump, con una legalidad cuando menos discutible, coloca al país centroamericano ante un reto para el que la mayoría de expertos considera no está preparado y que amenaza con tensar aún más sus costuras internas.
Pablo Martínez, hondureño de 31 años, llegó a Guatemala hace cinco años con una mochila gris y algo de ropa. Las pandillas se habían adueñado de su barrio. Le extorsionaban y, cuando no tenía dinero, le daban una paliza. Dijo basta cuando, en la fila de una estación de autobús, dos hombres dispararon varios tiros a un joven que estaba justo detrás de él. “Cayó a mis pies”, recuerda este licenciado en mercadotecnia, cuyo verdadero nombre no se revela para proteger su identidad.
Para Martínez, Guatemala era un plan b. Quería cruzar de mojado a EE UU, pero la idea de la frontera y las historias de migrantes asesinados le llevaron a probar suerte en la capital guatemalteca, una urbe donde conviven más de cuatro millones de personas. Ha sido un lustro de trámites, trabajos mal pagados y una sensación de estar varado. “Este no es un país apto para refugiados”, asegura. “Nos tienen abandonados”. Martínez es uno de los 390 refugiados que viven en Guatemala, un país de emigrantes donde el fenómeno del refugiado es una novedad. Por ahora.
La oficina encargada del asilo cuenta con ocho personas para procesar un número de solicitudes reducido, pero que ha crecido en los últimos años impulsado por el éxodo migratorio del resto de Centroamérica. En 2018 las peticiones ascendieron a 262, un aumento del 42% respecto al año anterior, según datos oficiales. Pese al incremento, la autoridad migratoria que tiene que aprobar las solicitudes lleva más de un año sin reunirse y los casos sin resolver se acumulan.
Ante esta infraestructura mínima, la portavoz del Instituto de Migración, Alejandra Mena, dice desconocer cómo van a poner en práctica lo acordado con la Casa Blanca. Sin mencionar números precisos, el acuerdo permite devolver al país centroamericano a migrantes -de cualquier nacionalidad excepto guatemalteca- que hayan solicitado asilo en la frontera de EE UU. Tan solo en 2018 hubo más de 60.000 solicitudes de salvadoreños y hondureños en el país norteamericano según Naciones Unidas. Los nuevos compromisos pueden multiplicar por cien el número de casos a tratar por las autoridades guatemaltecas.
Eduardo Vázquez, salvadoreño de 23 años, ha sido de los últimos en pedir refugio en el país centroamericano. El plan de este padre de dos niñas era cruzar a México, pero cuando llegaron a la frontera las autoridades no atendieron su solicitud de asilo. “Queríamos ir a México porque está más lejos de la amenaza”, dice este migrante, cuyo nombre real no se revela por seguridad. “Guate está cerca”. Esa proximidad, unida a unos mecanismos de protección insuficientes por parte del Estado, incrementa la vulnerabilidad de los que huyen. “Las pandillas tienen tentáculos en el país y las fronteras son muy abiertas”, asegura el Padre José Luis Carvajal, de la Pastoral de Movilidad Humana, una sección de la Iglesia que se dedica a asesorar a migrantes. “Además,no hay acompañamiento del Estado; los refugiados están a la deriva”.
Parte de esa deriva tiene su origen en una economía estancada en la que el empleo precario es moneda común. Aunque el Fondo Monetario Internacional (FMI) sostiene que el PIB repuntará en 2019, el país ha encadenado tres años de crecimiento débil y la mayoría de la población trabaja en el sector informal. “No hay derrame”, explica el economista Walter Figueroa, del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi). “El ingreso está muy concentrado”.
Los refugiados están del lado de los perdedores: cuando Pablo Martínez llama a la puerta de las empresas, lo hace con una copia del permiso de trabajo que dobla allí donde el encabezado señala su condición de refugiado. “El empleador siempre sospecha; dices que eres hondureño y piensa que has escapado porque estás involucrado en algo malo”, explica. “Ahora digo que vine de turismo y que me quedé por gusto”.
La falta de condiciones de Guatemala para ser país de refugio también se mide en unos servicios públicos desbordados. En el hospital San Juan de Dios, uno de los dos principales de la capital, los pasillos amanecen abarrotados de ciudadanos que esperan cita. La familia Durán ha llegado a las cinco de la mañana para conseguir un turno para una radiografía, pero a esa hora ya se habían acabado. “Estamos intentando que el enfermero nos pase, porque mi madre tiene 89 años y no la podemos estar trayendo cada día”, explica Elisabeth Hernández. El Icefi prevé para este año un gasto social inferior al 7% del PIB tras cinco años de caída. Los ingresos para su sostenimiento también son escasos: la recaudación tributaria está en su nivel más bajo en dos décadas.
El acuerdo migratorio menciona que EE UU “prevé cooperar para fortalecer las capacidades institucionales” de Guatemala, pero no entra en detalles. Las autoridades guatemaltecas, por su parte, aseguran que los nuevos compromisos no van a suponer un gasto mayor, algo que cuestiona el economista Walter Figueroa. “Va a aumentar la presión sobre el gasto social y puede poner en jaque las finanzas públicas”, advierte. “Se firmó sin ver qué recursos adicionales necesitaba”.
Incluso antes de que entre en vigor el acuerdo, los expertos dudan de su efectividad. “No va a ser un instrumento disuasivo”, asegura Brenda Reyes, coordinadora de la Casa del Migrante en la capital guatemalteca. “Van a volver a intentar cruzar a EE UU”. Una opción, la de continuar su camino, que también se plantean los pocos refugiados que ya están en Guatemala. Si no encuentra trabajo, Vázquez volverá a hacer las maletas. “Me tendré que ir”, dice mientras lava con una pastilla de jabón azul un par de zapatitos de bebé. “Tengo que sacar adelante a mi familia”.
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