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viernes, 14 de febrero de 2020

"¿El Chernóbil chino?": el virus que amenaza todo en el país asiático


En una fría mañana de Pekín, en un anodino tramo urbano del río Tonghui, se podía ver a una figura solitaria escribiendo caracteres chinos en la nieve.

El mensaje que iba tomando forma en el terraplén de hormigón se dirigía a un médico recientemente fallecido.

"¡Adiós, Li Wenliang!", se podía leer en el mensaje. La exclamación la hacía el autor con su propio cuerpo tendido en la nieve.

Cinco semanas antes de esta estampa, Li había sido reprendido por la policía por tratar de advertir a sus compañeros médicos de los peligros de un nuevo y extraño virus que estaba afectando a pacientes en su hospital, en Wuhan.

El propio médico acabó sucumbiendo a la extraña enfermedad y las fotografías del gélido tributo se extendieron rápido por internet en China, capturando en una imagen el trauma y la ira nacional.

Aún hay mucho que no sabemos sobre el covid-19, por llamar a la enfermedad causada por el virus con su nombre oficial.

Antes de que el virus pegara su fatal salto entre especies para infectar al primer humano, es muy probable que estuviera escondido en un animal aún por identificar. Se cree que ese animal, probablemente infectado después de que el virus diera otro salto zoológico desde un murciélago, se encontraba en un mercado de Wuhan, en el que se comerciaba ilegalmente con animales silvestres.

Más allá de eso, los científicos que tratan de trazar su mortífera trayectoria desde el origen hasta la actual epidemia poco pueden afirmar con certeza.


Pero mientras continúan con su urgente y vital trabajo para determinar la rapidez a la que se propaga y el riesgo que supone, hay algo de lo que no cabe duda: a un mes de su descubrimiento, covid-19 ha sacudido la sociedad y política china.

Esa minúscula pieza de material genético, que se mide en diezmilésimas de milímetro, ha dado pie a una catástrofe humanitaria y económica, llevándose por delante más de 1.000 vidas de ciudadanos chinos y decenas de miles de millones de yuanes.

Ha puesto en cuarentena ciudades enteras, encerrando a un estimado de 70 millones de residentes, bloqueando conexiones de transporte y restringiendo su habilidad para salir de sus casas. Y ha revelado los límites de un sistema político para el que el control social es el máximo valor, rompiendo sus rígidas capas de censura con un tsunami de dolor y furia.

El riesgo para la élite gobernante es evidente.

Se nota en su respuesta, ordenando la entrada en acción de los militares, de los medios y de todos los niveles de gobierno desde la cúspide hasta los comités de las localidades más pequeñas.

Las consecuencias ahora dependen totalmente de las preguntas a las que nadie tiene respuesta: ¿puede el gobierno conseguir la compleja tarea de controlar una desbocada epidemia? Y si es así, ¿cuánto tiempo le llevará hacerlo?

Alrededor del mundo, la gente no parece tener claro cómo responder al pequeño número de casos detectados en sus propios países. La actitud del público varía entre el pánico -instigado por las fotografías del personal médico en trajes de materiales peligrosos- y la complacencia, motivada por los titulares que sugieren que el riesgo no es mayor que el de una gripe.

Las pruebas que llegan desde China sugieren que ambas respuestas son erróneas. La gripe estacional puede tener una tasa de mortalidad baja, medida en fracciones de un 1%, pero es un problema porque afecta a un gran número de gente alrededor del mundo.

La pequeña proporción que muere de los muchos, muchos millones que se contagian cada año aún se sitúa en los cientos de miles: una tragedia individual, un serio problema de salud colectivo.

Las estimaciones iniciales sugerían que el nuevo virus puede ser tan mortífero como la gripe; por ello precisamente se están poniendo tantos esfuerzos en detener su propagación, para evitar así que se convierta en otra pandemia.

Pero una nueva estimación apunta que podría ser aun más mortífero, provocando la muerte de hasta un 1% de las personas que se infectan.

Desde la perspectiva de un solo individuo, el riesgo sigue siendo menor, aunque cabe señalar que esas estimaciones son una media: igual que la gripe, los riesgos son mayores entre las personas mayores y aquellos que ya tienen otras dolencias.


Pero la experiencia de China en esta epidemia demuestra dos cosas.

Por un lado, ofrece una aterradora mirada a los potenciales efectos en el sistema sanitario de un aumento de las infecciones de este tipo de virus en grandes focos poblacionales: dos nuevo hospitales tuvieron que construirse en Wuhan en cuestión de días, con camas para 2.600 pacientes, y hoteles y estadios gigantes están siendo usados como centros de cuarentena, para casi 10.000 afectados más.

Pese a estos esfuerzos, muchos han tenido dificultades para encontrar tratamiento, con noticias sobre personas que han fallecido en sus casas y que no forman parte de las cifras oficiales.

Por otro lado, lo ocurrido subraya la importancia de tomarse extremadamente en serio la tarea de contener brotes de nuevos virus. La mejor estrategia, según coincide la mayoría de expertos, es aquella basada en la transparencia y la confianza, con buena información a disposición del público y acciones gubernamentales proporcionadas y a su debido tiempo.


Pero en un sistema autoritario, con una estricta censura y un énfasis en la estabilidad política por encima de todo lo demás, la transparencia y la confianza escasean.

La respuesta de China ha podido parecer en ocasiones de pánico, con lo que ha sido llamado la "mayor cuarentena en la historia" y una dura imposición de la norma para aquellos que desobedecen.

Pero estas medidas se volvieron necesarias tan solo porque la respuesta inicial de las autoridades fue la definición misma de la palabra complacencia.

Hay amplias pruebas de que las autoridades no vieron las señales de alarma e incluso peor, las ignoraron. A finales de diciembre, el equipo médico en Wuhan comenzó a notar síntomas poco habituales de una neumonía viral, con un grupo de afectados vinculado al mercado que comerciaba con animales silvestres ilegales.

El 30 de diciembre, el médico Li Wenliang, oftalmólogo que trabajaba en el Hospital Central de Wuhan, publicó sus preocupaciones en un chat privado grupal, advirtiendo a sus colegas de que tomaran las medidas necesarias para protegerse.

Había visto a siete pacientes que parecían sufrir una enfermedad parecida al SARS, otro coronavirus que surgió en un mercado ilegal de animales salvajes en China en 2002 y que acabó matando a 774 personas en todo el mundo.

Pocos días después, fue citado por la policía y se vio forzado a firmar una confesión denunciando los mensajes que había publicado como "comportamiento ilegal".

El caso acaparó la atención de los medios a nivel a nacional, con un reportaje en televisión de un destacado canal oficial anunciando que en total ocho personas en Wuhan estaban siendo investigadas por "difundir rumores".

Las autoridades, no obstante, eran muy conscientes del brote de la enfermedad. El día después de que el médico publicara su mensaje, China notificó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el día después de eso, la fuente sospechosa de contagio -el mercado- fue cerrada.

Pero pese a los múltiples casos y la preocupación entre los médicos de que se estaba produciendo una transmisión de humano a humano, las autoridades hicieron poco para proteger al público.

Los médicos ya estaban preparando salas de cuarentena y anticipándose a un mayor número de ingresos de pacientes cuando Wuhan celebró su reunión política anual más importante, la Asamblea Popular de la ciudad.

En sus discursos, los líderes del Partido Comunista no hicieron ninguna mención al virus.

La Comisión Nacional de Salud de China continuó informando que el número de infecciones era limitado y que no había una evidencia clara de que la enfermedad pudiera transmitirse entre humanos.

Y el 18 de enero, las autoridades de Wuhan permitieron la celebración de un banquete masivo, al que asistieron más de 40.000 familias. El objetivo era lograr el récord del mayor número de platos servidos en un evento.

Dos días después, China finalmente confirmó que el virus se estaba transmitiendo entre humanos.

Lo más reseñable de todo es quizá que, al día siguiente, Wuhan organizó una actuación de danza por el Año Nuevo Lunar a la que asistieron altos funcionarios públicos de todas partes de la provincia de Hubei.

Una noticia sobre el evento publicada por un medio oficial, eliminada desde entonces, señalaba que los artistas que actuaron, algunos con congestión nasal y encontrándose mal, "superaron el miedo a la neumonía… ganándose las alabanzas de los líderes".

En el momento que las autoridades a nivel nacional se dieron cuenta del inminente desastre y cerraron la ciudad el 23 de enero, era ya demasiado tarde: la epidemia estaba fuera de control.

Antes de que los nexos de transporte con Wuhan fueran cerrados, un estimado de cinco millones de personas había dejado la ciudad por las vacaciones del Año Nuevo chino, viajando por todo el país y al resto del mundo.


Algunos han comenzado a llamar al desastre el "Chernóbil de China".

Los paralelismos en cuanto a los errores para transmitir las malas noticias hasta la cúspide de la cadena de mando y los incentivos para poner el interés de la estabilidad política en el corto plazo por encima de la seguridad del público, son más que evidentes.

Li Wenliang, que había vuelto a trabajar después de que le advirtieran de que se mantuviera callado, pronto descubrió que él mismo se había contagiado.

Murió a principios de este mes, dejando a un hijo de 5 años y a una viuda embarazada.

La ira ya estaba hirviendo en el país por el error de las autoridades de emitir advertencias y la crisis ahora quedó a plena vista.

Los políticos de Wuhan estaban culpando a altos funcionarios por fallar en autorizar la publicación de información; éstos, por su parte, parecían estar preparándose para dejar a los políticos de Wuhan pendientes de un hilo.

Pero la muerte de un hombre, silenciado simplemente por tratar de proteger a sus colegas, abrió de golpe la presa con una ola de furia directamente dirigida no solo hacia determinadas personas, sino al sistema en sí mismo.

Tal fue la indignación del público que los censores chinos parecían no tener muy claro qué censurar y qué dejar ir.

El hashtag #Iwantfreedomofspeech (quiero libertad de expresión) fue visualizado al menos dos millones de veces antes de ser bloqueado. Consciente de la marea de emociones, el Partido empezó a realizar sus propios tributos al fallecido médico.











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Autor: Nelson Soria. Con la tecnología de Blogger.

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