Se meten en un cuarto demasiado chico para tantos. Todavía visten de camuflado y cargan sus armas. Tienen cara de aburridos de tanto viajar.
Del cuarto sale una mezcla de arenga político-militar y discurso emocionado del padre de la novia el día de la boda, pero parado afuera de esa construcción rural convertida en dos oficinitas no puede distinguir qué se dice.
Empieza a atardecer en La Elvira, una zona rural del municipio de Buenos Aires, en el occidental departamento colombiano del Cauca.
Los 38 los guerrilleros en la pequeña oficina estrechan la mano o abrazan a Pablo Catatumbo, comandante del bloque occidental de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y como todos los que estuvieron negociando la paz entre esta guerrilla y el gobierno -.seguramente- un hombre cansado y convencido -o resignado-de que el acuerdo que se firmó en noviembre de 2016 debe cumplirse.
Catatumbo termina de hablar. Brindan a la salud de todos. Las armas quedan arrumbadas en un rincón: AK-47s, M-16s, lanzagranadas, ametralladoras de gran calibre. Algunos de los guerrilleros recién llegados, los más fuertes, son asignados a descargar un camión.
Otros van a reunirse con sus compañeros, a quienes no veían desde hacía 20 días. Hay incluso reencuentros de parejas.
Venían desde el departamento del Chocó, en el noroccidente, en un viaje que fue parte fluvial, parte en carretera. Llegaron en dos coloridas chivas, esos vistosos buses rurales colombianos, portando figuras recortadas tamaño gigante con las efigies de comandantes guerrilleros ya muertos, como la de Alfonso Cano, quien le da su nombre a este bloque de las FARC.
Eran el último grupo de guerrilleros -de un total de más de 300- que debía llegar a La Elvira donde se encuentra una de las 26 zonas y puntos transitorios en los que permanecerán las FARC hasta fines de mayo -si se cumple lo acordado con el gobierno-, mientras dejan las armas e intentan prepararse para la vida civil.
¿Qué pensaría Cano si supiera que desde el Chocó deberían haber llegado 65 hombres y mujeres, pero no fue así porque varios dejaron la guerrilla antes de venir? ¿Y Catatumbo? ¿Estará preocupado de que otros los imiten?
Escuché de un guerrillero al que un mafioso de la zona ya le ofreció hasta 10 millones de pesos al mes (US$3.300) para trabajar para él. Su caso no es único. Ya hubo deserciones y es sabido que las organizaciones criminales de Colombia, grandes y pequeñas, tienen el ojo puesto en la que consideran una mano de obra óptima.
La oferta del capo mafioso representa 14 salarios mínimos en Colombia; el acuerdo de paz les garantiza a los guerrilleros un poco menos de un salario mínimo mensual a lo largo de dos años.
Si no lo está ya, Catatumbo, así como el resto del secretariado de las FARC, el gobierno colombiano y la comunidad internacional deberían estar preocupados.
Especialmente, porque la implementación de lo pactado va lenta: la infraestructura que el gobierno debía edificar en las 26 zonas está lejos de estar lista (en La Elvira todavía faltan semanas de obra); hubo incidentes con la provisión de alimentos; la dejación de armas, que según el acuerdo ya debería haber comenzado, todavía no se inició. Y gobierno y FARC se acusan mutuamente de ser responsables de los problemas.
La situación puede generar dudas, desconfianza, sobre todo entre los guerrilleros rasos.
Llega la noche a La Elvira.
—¿En qué año fue la novena conferencia de la FARC?
Un guerrillero pregunta junto a una pizarra blanca, rodeado por 30 a 50 guerrilleros y guerrilleras que, divididos en equipos, intentan responder para ganar puntos.
Y para matar el tiempo.
—¿Quién era el jefe negociador de las FARC en La Habana?
(Esa la sé, es fácil: Iván Márquez.)
No hay mucho que hacer por aquí para la mayoría de los guerrilleros: las formaciones, cocinar, comer, jugar al fútbol o al voleibol, conversar, dormir.
Demasiado tiempo para pensar en ofertas 14 veces más llamativas que un salario mínimo.
Amanece en La Elvira.
En el cambuche -una choza hecha de palos y plásticos- de al lado se despiertan, y me despiertan, un grupo de cuatro guerrilleras conversando a viva voz.
Una cuenta que el ruido de algún avión o un trueno hizo que su sueño se metamorfoseara en una pesadilla en el que uno de los muchachos que en la noche jugaba a responder preguntas de cultura guerrillera perdía una pierna en un bombardeo e iba a los saltos de un lado para el otro con la que le quedaba.
¿Cuántos aquí tendrán pesadillas recurrentes de morir, de matar, de herir, de ser heridos? ¿Se les quitarán alguna vez?
Entre las actividades del día, además de las rutinarias, hay un curso de enfoque de género. Como me dice un guerrillero -en tercera persona, desmarcándose del prejuicio-: "Es que las FARC son muy machistas todavía".
No a la hora de asignar lugares para un curso de conducción que el propio grupo insurgente le está dictando algunos de los suyos. De los nueve estudiantes que practican en una camioneta blanca con más ruidos que kilómetros de tanto andar por trochas destrozadas, siete son mujeres.
"Las mujeres han salido más hábiles", me dice Jean Paul Jiménez, el instructor, un guerrillero que sabe manejar bien y se le midió a la tarea de enseñar.
No es fácil. La camioneta no está equipada para dar clases de conducción y el terreno está lleno de peligros.
No falta el estudiante que se confunde de pedales y no pisa el freno cuando debería.
"Mira hacia ese lado de allá", señala Jean Paul. A la derecha se abre un abismo de 50 metros.
"Una de las muchachas estaba dando reversa aquí y en vez de frenar aceleró, yo alcancé el freno de mano y a girar la dirección".
Diana Cepeda frena de golpe. Nadie se asusta (mentira). Está vestida con una camisa roja y negra, lleva unos anteojos de pasta. Parece una típica chica bogotana (si es que eso existe).
—¿De dónde eres, Diana?
—De Bogotá.
Las apariencias no engañan.
"Tenemos un buen instructor", me dice, y de paso queda bien con el profesor, "que poco a poco nos ha dado a conocer el buen manejo de los motores y ya se puede decir que somos unos Rápidos y Furiosos".
Cambiar el arma por una camioneta. ¿Será ese el camino?
Ya es de tarde y Diana está en su cambuche limpiando su su fusil.
—¿Tiene sentido seguir cuidando el arma?
—Por un tema de seguridad. En cualquier momentico puede haber un ataque, no puede ser de la fuerza pública, pero tenemos el paramilitarismo a flor de piel y también los grupos disidentes de las FARC.
—Pero en algún momento la vas a tener que dar (antes de fin de mayo se supone que todos los guerrilleros habrán entregado sus armas).
—Sí, hay que esperar a que llegue ese dolorcito de cabeza. Va a doler, porque es el resguardo que hemos tenido durante muchos años para poder existir como FARC y como seguro de vida que tenemos como personas.
(Desde que hablé con Diana, el único herido de bala en La Elvira fue un guerrillero, en un confuso episodio en el que no está claro si se hirió el mismo o resultado de una trifulca con un compañero.)
Diana sabe de heridas, aprendió enfermería en la guerrilla y tuvo que poner en práctica sus conocimientos en más de una ocasión en medio de combates: "Mientras estás suturando, plomo va para un lado, disparos de un lado a otro, sudando frío".
"Sería lo único que no extrañaría de la guerra", dice (¿podrá deshacerse de sus pesadillas?).
Quiere estudiar medicina forense o criminalística: "Me ha gustado desde que empecé a ver CSI".
Esperando que lo llamen para sumarse al grupo de aprendices de conducción está Daniel. No es la primera vez que lo veo, lo había conocido en 2016, cuando visité un campamento de la FARC en el río Naya, muy cerca de la costa pacífica, a cinco días de caminata de La Elvira.
En ese entonces Daniel leía un libro de la revolución cubana, ahora está con tres sobre sobre Ciro Trujillo, uno de los fundadores de las FARC. ¿Literatura revolucionaria al borde de dejar las armas?
"Quiero darle la oportunidad al partido que surja (de las FARC) después de los 180 días que vamos a estar acá, la revolución todavía no se ha acabado y hay que seguir", me dice.
Parece tenerlo muy claro. Sin embargo Daniel, como muchos acá, también tiene la sensación de estar en una especie de limbo: "Estoy pensando muchas cosas a la misma vez, porque uno no sabe qué se viene".
"Ando un poco 'azarao' (nervioso)". Dice que la causa es el amor: "Yo creo que es por la novia, porque está lejos y no tengo contacto para comunicarme con ella".
La muchacha es civil, la conoció cuando hacía misiones fuera del campamento. El padre de ella es militar.
—¿Y qué dijo de que la hija esté contigo?
—Dijo que la paz se hace con el enemigo.
Cuando visité el campamento de Daniel en 2016 me quedó la pregunta de si los guerrilleros realmente estarían en condiciones de entrar a una vida civil en la que las decisiones estarían en sus manos y ya no en las de un superior.
Se lo planteé a Diana. Ella tiene claro que los superiores dejarán de serlo, que ya no podrán dar órdenes, que tendrán que pedir por favor. "Ya vamos a dejar de ser sujetos militares".
También tiene claro que no será fácil: "La guerra nos ha dejado atrofiados a todos; es culpa de uno como persona e igualmente es culpa del mando, porque estábamos dedicados a la guerra, la guerra, la guerra".
Tenerlo claro, como parece que lo tiene Diana, puede ser un primer paso para encarar el desafío que se viene para los guerrilleros y para los colombianos.
No es seguro que para todos sea tan fácil.
Cuentan que una vez un narco le ofreció a un alto comandante de las FARC 50 millones al mes para trabajar con él; "lo mandé a la mierda", dicen que fue su respuesta. Al cambio de hoy serían casi US$17.000.
El muchacho al que le ofrecieron los 10 millones de pesos al mes le dijo al mafioso que no, que por ahora no estaba interesado.
Que se mantenga firme en esa decisión, que la gran mayoría lo haga, que como ese comandante los puedan "mandar a la mierda" cuando los intenten atraer con dinero, será una buena medida del éxito del proceso de reintegración de los guerrilleros en el marco del acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno.
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